En los años ochenta, en una Venezuela vibrante pero convulsa, surgió un cuarteto vocal femenino que se convertiría en referencia de exploración sonora, mestizaje musical y amor radical por la música hecha desde las entrañas. Su nombre: Malembe. Cuatro voces que viajaban entre el folclore venezolano, la canción latinoamericana y la experimentación vocal con una libertad que desafiaba los moldes de la industria. Su historia está marcada por dos discos que no sólo registran su arte, sino también las tensiones, sueños y realidades de una época.
El origen de un sueño compartido
Malembe no nació de un casting ni de una estrategia de mercado. Nació del afecto y la coincidencia entre mujeres músicas que ya transitaban distintos espacios corales y académicos. Salomé Méndez y Laura Strubinger se conocieron en una gira europea bajo la dirección de Raúl Delgado. Allí se forjó una amistad que sería determinante. Cuando Ana Cecilia Escalona, soprano fundadora del grupo, dejó su lugar, Laura pidió entrar. «Yo quiero cantar ahí», le dijo a Salomé, fascinada por el repertorio basado en los arreglos de Rafael Suárez que el grupo interpretaba por entonces.
Clarys Briceño, Ninfa González, Salomé Méndez y Laura Strubinger se convirtieron en la formación que grabaría los dos discos que hoy dan cuenta del legado del grupo. A ellas se sumaron en distintos momentos otras integrantes como Corina Peña y Rosa Salazar, cuyos aportes también dejaron huella. Gilberto Rebolledo, director y arreglista, se incorporó al proyecto con una impronta determinante. Su lenguaje musical, influenciado por su cercanía con Rafael Suárez, trajo al grupo una riqueza técnica y expresiva poco común.
El primer disco: sueños prensados en vinilo
Grabar un disco era, en ese entonces, un acto casi mitológico. Las voces de Malembe lo lograron tras años de insistencia. La oportunidad llegó de la mano de Discomoda, sello emblemático del mercado musical venezolano. Allí grabaron su primer y único LP.
Pero no todo el disco se grabó en Discomoda. Varias piezas fundamentales se registraron en Audio Uno, estudio más sensible al repertorio del grupo. En Audio Uno, bajo la ingeniería de Alejandro Rodrígez —nieto de Alberto Arvelo Torrealba y bajista notable— se grabaron joyas como El arado, un golpe tuyero con arpa tocada por Arturo García, en el que las cantantes debieron afinar manualmente las cuerdas del arpa para lograr una modulación imposible. Esa matriz se trasladó luego a Discomoda para su prensado final.
En esas sesiones participaron músicos de enorme trayectoria: Orlando Poleo, Pedro Eustache, Cristóbal Soto, Carlos García, Víctor Mestas, Aquiles Báez, Alberto Vergara, Jorge Quintero, Cheo Hurtado y Daniel Gil (en Amarra el Perro, un golpe larense), así como los guitarristas argentinos Osvaldo Figueras y Roberto López (en Las flores buenas de Javier de Chabuca Granda). El cajón peruano fue ejecutado magistralmente por Lalo Izquierdo, miembro de Perú Negro. El contrabajo estuvo en manos de David Peña, el célebre «Zancudo» del Ensamble Gurrufío, y las cuerdas fueron ejecutadas por Jorge Quintero, William Naranjo y Omaira Naranjo.
Todo este elenco trabajó sin remuneración. «Era otra Venezuela, y uno hacía esto por amor al arte», recuerda Laura.
El repertorio fue más emocional que estratégico: piezas que las cantantes amaban y que habían probado en vivo, entre ellas obras de Chabuca Granda, Chico Buarque, Ennio Escauriza y Carmen Morales. Una salsa, un vals peruano, un golpe tuyero, un merengue. Todo se integraba en la propuesta vocal del grupo.
Contrapunto: la arquitectura secreta de Malembe
Una de las claves artísticas más distintivas de Malembe fue el uso de la técnica contrapuntística, herencia de Gilberto Rebolledo de su experiencia junto a Rafael Suárez en la Coral del Colegio de Abogados del Distrito Federal. A diferencia de la homofonía —donde todas las voces cantan en bloque—, el contrapunto permite que cada línea vocal tenga independencia melódica, creando una polifonía exigente y rica en matices.
“Eso no lo hacía ningún otro cuarteto vocal femenino”, subraya Gilberto. Esta decisión estética, profundamente académica, es también la razón por la cual muchas de las piezas de Malembe son hoy casi imposibles de montar para otros grupos: no por imposibilidad técnica per se, sino porque se ha perdido la capacidad de trabajo coral intensivo.
Conflictos, afinación y memoria
Aunque las voces fluían con naturalidad y precisión —en una era sin afinadores automáticos—, el proceso no estuvo exento de conflictos. La mezcla final del primer disco dejó un sabor amargo. «Nosotras éramos muy exigentes. A veces repetíamos tomas sólo porque sentíamos que podíamos hacerlo con más sabrosura», confiesa Laura. El grupo no quedó satisfecho con la mezcla realizada por Discomoda, y algunas decisiones técnicas dejaron huellas.
El disco tuvo una edición limitada y escasa difusión, pero se convirtió con el tiempo en un objeto de culto. Gilberto recuerda que la portada, diseñada por Raúl Tamariz, era un homenaje visual al famoso disco de los Beatles: las cuatro cantantes con fondo negro, y él, el director, apareciendo a lo lejos. «Una metáfora que casi nadie captó», sonríe.
Puro melao: la segunda tentativa
Años más tarde, con Gilberto viviendo en Mérida, el grupo grabaría su segundo disco, esta vez en formato CD, bajo la producción ejecutiva de Lyric y con Nelly Iglesias como puente clave. A diferencia del primero, algunos músicos cobraron sus honorarios. Ninfa González, por ejemplo, recibió pago como cuatrista. Gilberto, sin embargo, nunca cobró por sus arreglos ni dirección.
La grabación de Puro Melao fue diferente. Se realizó en Le Garage, con la producción técnica de Darío Peñaloza, quien años después ganaría un Grammy grabando a C4 Trío. La sesión contó con músicos como Gonzalo Grau (pianos en Cómo fue y Puro melao), Alexis Escalona en el bajo y Vladimir Rivero en la percusión. Aquiles Báez también participó grabando guitarra en una canción inédita de Enrique Hidalgo titulada La vida es cuestión de dos, que no llegó a formar parte del disco final.
La grabación se hizo en sesiones intensas, con las cantantes trabajando en bloque: cuatro micrófonos, cuatro audífonos, y toda la toma en simultáneo. «Era otra dinámica, muy orgánica», dice Laura. «Nos conocíamos tanto que no necesitábamos muchas tomas. Había un respeto y un disfrute enorme».
Final y legado
El final del grupo no fue un cierre formal sino una sucesión de eventos: Ninfa González dejó de cantar tras un matrimonio con un musulmán; Salomé Méndez se fue a España. «Yo hice un duelo. Sentía que había muerto alguien querido», confiesa Laura.
Hubo reencuentros, intentos de reunirlas nuevamente, fotos nostálgicas y hasta una propuesta frustrada de grabar con Serenata Guayanesa. Pero la energía no volvió a alinearse como antes.
Una sonoridad irrepetible
Malembe fue un grupo sin igual, no solo por sus voces, sino por cómo integró lo académico y lo popular en un solo gesto artístico. En sus conciertos, no sólo cantaban: tocaban instrumentos, hacían percusión, aportaban desde la escena. Ningún otro cuarteto vocal femenino venezolano de su tiempo se rodeó de músicos tan brillantes ni asumió con tanta dignidad la complejidad sonora.
Mientras muchos grupos vocales de la región optaban por estructuras simples, Malembe eligió el camino más difícil: el de la profundidad musical, la independencia de voces y la verdad interpretativa. El resultado fue un repertorio vibrante, exigente, luminoso.
Su legado no es sólo artístico: es un recordatorio de un tiempo en el que la pasión, la técnica y la amistad podían, juntas, vencer al olvido.
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