En los años ochenta, en una Venezuela vibrante pero convulsa, surgió un cuarteto vocal femenino que se convertiría en referencia de exploración sonora, mestizaje musical y amor radical por la música hecha desde las entrañas. Su nombre: Malembe. Cuatro voces que viajaban entre el folclore venezolano, la canción latinoamericana y la experimentación vocal con una libertad que desafiaba los moldes de la industria. Su historia está marcada por dos discos que no sólo registran su arte, sino también las tensiones, sueños y realidades de una época.
El origen de un sueño compartido
Malembe no nació de un casting ni de una estrategia de mercado. Nació del afecto y la coincidencia entre mujeres músicas que ya transitaban distintos espacios corales y académicos. Salomé Méndez y Laura Strubinger se conocieron en una gira europea bajo la dirección de Raúl Delgado. Allí se forjó una amistad que sería determinante. Cuando Ana Cecilia Escalona, soprano fundadora del grupo, dejó su lugar, Laura pidió entrar. «Yo quiero cantar ahí», le dijo a Salomé, fascinada por el repertorio basado en los arreglos de Rafael Suárez que el grupo interpretaba por entonces.
Clarys, Ninfa Pérez, Salomé Méndez y Laura Strubinger se convirtieron en la formación que grabaría los dos discos que hoy dan cuenta del legado del grupo. A ellas se sumaron en distintos momentos otras integrantes como Corina Peña y Rosa Salazar, cuyos aportes también dejaron huella. Gilberto Rebolledo, director y arreglista, se incorporó al proyecto con una impronta determinante. Su lenguaje musical, influenciado por su cercanía con Rafael Suárez, trajo al grupo una riqueza técnica y expresiva poco común.
Con el paso del tiempo, otras voces también formaron parte de Malembe: Corina Peña y Rosa Salazar tuvieron participaciones destacadas en diferentes etapas del grupo, contribuyendo con su talento a enriquecer la propuesta vocal.
El primer disco: sueños prensados en vinilo
Grabar un disco era, en ese entonces, un acto casi mitológico. Las voces de Malembe lo lograron tras años de insistencia. La oportunidad llegó de la mano de Discomoda, sello emblemático del mercado musical venezolano. Allí grabaron su primer y único LP.
Pero no todo el disco se grabó en Discomoda. Cuatro piezas fundamentales se registraron en estudios como Audio 1 y Le Garage, espacios técnicos con mejor sensibilidad hacia el repertorio del grupo. «Discomoda prensó, sí, pero no entendía del todo nuestra música», recuerda Gilberto. Aun así, el disco se grabó sin que nadie cobrara nada. Ni arreglistas, ni instrumentistas, ni las cantantes. «Era otra Venezuela, y uno hacía esto por amor al arte», recuerda Laura.
Entre los músicos invitados estaban nombres impresionantes: Orlando Poleo, Pedro Eustache, Cristóbal Soto, Carlos García, Víctor Mestas, Aquiles Báez, Alberto Vergara, Gonzalo Grau. Nadie cobró. Muchos de ellos simplemente «se hicieron Malembe».
El repertorio fue más emocional que estratégico: piezas que las cantantes amaban y que habían probado en vivo, entre ellas obras de Chabuca Granda, Chico Buarque, Ennio Escauriza y Carmen de Morales. Una salsa, un vals peruano, un golpe tuyero, un merengue. Todo se integraba en la propuesta vocal del grupo.
Contrapunto: la arquitectura secreta de Malembe
Una de las claves artísticas más distintivas de Malembe fue el uso de la técnica contrapuntística, heredada por Gilberto Rebolledo de su experiencia junto a Rafael Suárez, fundador del Quinteto Contrapunto. A diferencia de la homofonía —donde todas las voces cantan en bloque—, el contrapunto permite que cada línea vocal tenga independencia melódica, creando una polifonía exigente y rica en matices.
“Eso no lo hacía ningún otro cuarteto vocal femenino”, subraya Gilberto. “Todos se iban por el camino de la homofonía, como los grupos brasileños o los cuartetos comerciales. Pero Malembe se atrevía con lo difícil”. Esta decisión estética, profundamente académica, es también lo que ha hecho que muchas de sus piezas sean hoy «incantables» por otros grupos. “No por imposibilidad, sino porque se ha perdido la capacidad de trabajo vocal”, lamenta el maestro.
Conflictos, afinación y memoria
Aunque las voces fluían con naturalidad y precisión —en una era sin afinadores automáticos—, el proceso no estuvo exento de conflictos. La mezcla final del primer disco dejó un sabor amargo. «Nosotras éramos muy exigentes. A veces repetíamos tomas sólo porque sentíamos que podíamos hacerlo con más sabrosura», confiesa Laura. El grupo no quedó satisfecho con la mezcla realizada por Discomoda, y algunas decisiones técnicas dejaron huellas.
El disco tuvo una edición limitada y escasa difusión, pero se convirtió con el tiempo en un objeto de culto. Gilberto recuerda que la portada, diseñada por Raúl Tamariz, era un homenaje visual al famoso disco de los Beatles: las cuatro cantantes con fondo negro, y él, el director, apareciendo a lo lejos. «Una metáfora que casi nadie captó», sonríe.
Puro melao: la segunda tentativa
Años más tarde, con Gilberto viviendo en Mérida, el grupo grabaría su segundo disco, esta vez en formato CD, bajo la producción ejecutiva de Lyric y con Nelly Iglesias como puente clave. A diferencia del primero, algunos músicos cobraron sus honorarios. Ninfa Pérez, por ejemplo, recibió pago como cuatrista. Gilberto, sin embargo, nunca cobró por sus arreglos ni dirección, un patrón que él mismo cuestiona hoy: «Uno cree que todos piensan como uno, y a veces eso es un error».
Este segundo disco, Puro Melao, tuvo una estética más definida, una producción más cuidadosa y la intervención directa del compositor Enrique Hidalgo, quien escribió especialmente para el grupo temas como «Puro melao» y «La margarita». También participaron músicos como Gonzalo Grau, Alexis Escalona y Vladimir Rivero.
La grabación se hizo en sesiones intensas, con las cantantes trabajando en bloque: cuatro micrófonos, cuatro audífonos, y toda la toma en simultáneo. «Era otra dinámica, una dinámica muy orgánica», dice Laura. «Nos conocíamos tanto que no necesitábamos muchas tomas. Había un respeto y un disfrute enorme».
Final y legado
El final del grupo no fue un cierre formal sino una sucesión de eventos: Ninfa Pérez dejó de cantar tras un matrimonio con un musulmán; Salomé Méndez se fue a España. «Yo hice un duelo. Sentía que había muerto alguien querido», confiesa Laura, quien alguna vez rompió en llanto dirigiendo un coro tras la disolución del grupo.
Hubo reencuentros, intentos de reunirlas nuevamente, fotos nostálgicas y hasta una propuesta frustrada de grabar con Serenata Guayanesa. Pero la energía no volvió a alinearse como antes.
Sin embargo, lo que queda de Malembe no son sólo los discos. Es el testimonio de una época donde la música vocal femenina exploró caminos nuevos, desde la tradición hacia la invención. Una época de amor radical al arte, de entregas sin contratos, de conciertos pagados con viáticos y de amistades fundadas en la armonía.
Malembe, aunque breve, dejó una marca que aún hoy suena en quienes alguna vez escucharon esas voces entrelazadas como si fueran una sola alma dividida en cuatro tonos.
Una sonoridad irrepetible
Malembe fue un grupo sin igual no solo por sus voces, sino por cómo integró lo académico y lo popular en un solo gesto artístico. En sus conciertos, no sólo cantaban: tocaban instrumentos, hacían percusión, aportaban desde la escena. Ningún otro cuarteto vocal femenino venezolano de su tiempo se rodeó de músicos tan brillantes ni asumió con tanta dignidad la complejidad sonora.
Mientras muchos grupos vocales de la región optaban por estructuras simples, Malembe eligió el camino más difícil: el de la profundidad musical, la independencia de voces y la verdad interpretativa. El resultado fue un repertorio vibrante, exigente, luminoso. Una joya que —como los mejores tesoros— permanece algo oculta, esperando a ser redescubierta.
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